domingo, 14 de octubre de 2012

Ser mujer… rural

Ser mujer rural y no morir –literalmente- en el intento, es un reto al que cada día se enfrentan millones de mujeres en todo el mundo. A partir de los años 60 con las promesas de la Revolución Verde, pero sobretodo en las dos últimas décadas al amparo de la globalización y la liberalización del mercado agrícola, la agricultura ha sufrido una transformación drástica a nivel mundial. Hemos pasado de cultivar de un modo natural, en consonancia con los ciclos de la naturaleza, con productos culturalmente adaptados y destinados al mercado local a deslocalizar las producciones, reducir las variedades existentes de cada producto para uniformizar gustos y consumo, emplear masivamente agroquímicos como fertilizantes y pesticidas, y conseguir que, de media, un alimento viaje mas de 2.500 Km. hasta llegar a nuestra mesa. El modelo de producción agrícola industrializada dominante está permitiendo que un puñado de multinacionales del sector agroalimentario se enriquezca gracias a las favorables normativas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y al uso de un petróleo aún barato. Pero este modelo productivo es también responsable de que el 70% de los casi 1.200 millones de personas que pasan hambre en este planeta sean, paradójicamente, población campesina. Este escenario es obviamente duro para el pequeño campesinado tanto aquí como en el Sur global, sin embargo, esta situación no está afectando por igual a hombres y mujeres en el mundo rural. Vivimos en sociedades patriarcales y ninguna actividad humana es ajena a esta realidad. Desde la carencia de derechos laborales e independencia económica hasta el hambre y la pobreza pasando por diversos tipos de violencia, las mujeres campesinas son el colectivo más perjudicado por la introducción de la agricultura industrial y las políticas del comercio internacional. ¿Cómo se explica que un mismo fenómeno afecte de forma tan diferenciada a hombres y mujeres? Las mujeres producen el 50% de los alimentos a nivel mundial –y entre el 60% y el 80% en el Sur global- pero están invisibilizadas y no tienen voz en las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio, por lo que no participan en la toma de decisiones que afecta al modelo de producción y políticas agrícolas. Un problema fundamental que afecta de forma específica a las mujeres es la falta de acceso a la tierra. A nivel mundial solo el 2% de las tierras están en manos de mujeres. Sucede por razones políticas, legales y también culturales. El machismo que permea leyes y costumbres hace que se prefiera que el hijo varón herede la tierra, alegando que ellas no lo necesitan –su destino es casarse y cuidar de la casa, el esposo y los hijos e hijas- o bien, que no son capaces. Otro punto crítico es el acceso al crédito que es muy difícil de conseguir para las mujeres (menos del 10% de los créditos son concedidos a mujeres) y aun cuando una mujer o grupo de mujeres lo consiguen, el crédito a menudo es controlado por los hombres. Si además nos fijamos en la cuantía de estos préstamos, vemos que las mujeres son destinatarias de la mayor parte de los “microcréditos” mientras que los de mayores montos se adjudican a los hombres. Otro fenómeno que acompaña a la implantación de la agricultura industrial es la desaparición progresiva de los mercados locales que son sustituidos por supermercados y grandes superficies. En estos mercados locales es donde tradicionalmente las mujeres realizan la venta directa de sus productos agrícolas y artesanos y que le permiten unos ingresos económicos para cubrir necesidades básicas. Su desaparición esta suponiendo otra vuelta de tuerca para el empobrecimiento de las mujeres rurales. En las zonas agrícolas del Sur global, cada día más empobrecidas, muchos hombres se han visto forzados a emigrar a otros países con lo que las mujeres han quedado como únicas responsables del hogar, sin ingresos fijos y a menudo trabajando en las maquilas1, en el sector doméstico o la economía informal, mal pagadas y sin derechos laborales. Las políticas de ajuste estructural que desde los años 90 han significado la precarización de los servicios públicos en Latinoamérica y que ahora empezamos a padecer en Europa, han supuesto también desventajas específicas para las mujeres. La privatización o ausencia de servicios públicos en las áreas rurales (sanidad, residencias para personas mayores, comedores estatales, guarderías, escuelas…) se traduce en incremento del trabajo para las mujeres por las desigualdades que siguen dándose en los roles de género (reproduciendo la división sexual del trabajo). Pero si escasos son los servicios de salud en el área rural, los servicios propios de la salud de las mujeres, como la atención ginecológica, son prácticamente inexistentes afectando a los Derechos sexuales y reproductivos de éstas. El uso de  agrotóxicos, sobretodo el glifosato, afecta de especial forma a mujeres en edad fértil provocando alteraciones como la menopausia precoz en mujeres jóvenes, niñas que presentan un desarrollo hormonal prematuro, o un número de casos de alergias y cánceres estadísticamente muy superior a la media. Históricamente las mujeres han sido inventoras de la agricultura, guardianas de las semillas y han preservado y trasmitido saberes naturales para la agricultura y la salud. Sin embargo, mediante la introducción de transgénicos y patentes sobre semillas y conocimientos agrícolas, las agroindustrias están usurpando y mercantilizando esa sabiduría. Por su parte, los monocultivos destinados a agrocombustibles o a la ganadería intensiva están provocando hambrunas desconocidas en las zonas donde se implantan al cultivar productos no destinados a la alimentación humana y dejar a la población campesina sin tierra para el autosustento. Así, pese a producir la mayor parte de las cosechas, siete de cada diez personas campesinas hambrientas son mujeres o niñas. Otra actividad impulsada por las empresas trasnacionales y que está ocupando y degenerando miles de hectáreas de suelo fértil es la minería a cielo abierto, que contamina de forma perpetua el agua (cuyo acopio es tradicionalmente responsabilidad de las mujeres) y envenena la tierra que proveía el autosustento familiar. Frente al avance de los monocultivos, la minería a cielo abierto y otros megaproyectos como carreteras, hidroeléctricas, trenes de alta velocidad, las mujeres han reconocido y defendido la importancia de conservar el territorio como espacio en que se reproduce la vida (no solo humana), la cultura y las relaciones entre las personas y entre éstas y su entorno. Es por ello que las mujeres protagonizan acciones de resistencia, aun arriesgando su seguridad personal. En países del Sur, la falta de titularidad de las tierras en comunidades campesinas es un problema añadido que las hace más vulnerables ante estas injerencias.  En algunos contextos llega a darse el uso de la violación de mujeres como forma de presión y desestabilización de comunidades que se resisten a abandonar sus tierras. También los desplazamientos de población que se producen tienen un mayor impacto en las mujeres pues el desarraigo, la desconexión con la tierra y la desestructuración de redes previas de apoyo y relación genera altos índices de estrés, ansiedad e inseguridad física. En ningún país del mundo las campesinas tienen reconocidos sus derechos como trabajadoras. Las mujeres trabajan de forma anónima tierras de las que no son titulares, o bien, aparecen como quien ayuda al hombre de la familia sin que ella figure como trabajadora ni pueda disfrutar de derechos laborales. En ocasiones entran en el mercado laboral agrícola pero en puestos de baja cualificación, no tecnificados, mal remunerados y llegando a cobrar hasta la mitad que un hombre por el mismo trabajo. Tenemos que recordar que el movimiento campesino y sindical esta liderado fundamentalmente por hombres con una visión de lucha general campesina que invisibiliza o pospone las demandas específicas de las mujeres. Por último, otro aspecto a analizar sobre la vida de las mujeres campesinas es el de la violencia hacia las mujeres. Las mujeres campesinas enfrentan diversas formas de violencia que deben ser entendidas desde una visión estructural y erradicadas (simbólica, económica, física, verbal, sexual y psicológica). El área rural se caracteriza por ser un espacio en el que prevalece el sexismo y las tradiciones machistas, donde la violencia hacia las mujeres es socialmente legitimada y a menudo encubierta por la propia familia que presiona a las mujeres para callar y aceptar su subordinación. En algunos casos la propia disposición de las viviendas, bien por estar constituidas por un espacio único, bien por encontrarse aisladas y dispersas en el campo, favorece  los casos de violencia hacia las mujeres. La falta de servicios sociales de apoyo a las mujeres en el área rural supone una dificultad añadida. Además, en su mayoría carecen de independencia económica lo que las coloca en una posición vulnerable, con escasas salidas y con mayor riesgo de enfrentar violencia de género. La soberanía alimentaria se presenta hoy en día como una de las respuestas más potentes a las actuales crisis alimentaria, de pobreza y climática donde hemos visto que las mujeres son las más perjudicadas. Según La Vía Campesina (movimiento internacional que agrupa a mas de 200 millones de campesinos y campesinas de los cinco continentes), la soberanía alimentaria es el derecho de los Pueblos a producir y consumir alimentos sanos y culturalmente adecuados, producidos mediante métodos sostenibles, así como su derecho a definir sus propios sistemas agrícolas y alimentarios. Si la Soberanía Alimentaria representa un nuevo modelo de producción y consumo agrícola, debe sustentarse en un nuevo modelo de organización y de relaciones. Una organización de las personas y del trabajo caracterizada por ser horizontal, participativa, democrática, justa y equitativa. Por tanto, el reto es lograr la participación política y pública de las mujeres campesinas junto a un cambio en las estructuras políticas y económicas, en las organizaciones sociales y, por supuesto, en los hombres tanto en el ámbito público como en el privado. La construcción de la Soberanía Alimentaria debe implicar inexorablemente la deconstrucción del actual sistema de dominación de los hombres sobre las mujeres (no sólo del ser humano sobre la naturaleza). La Soberanía Alimentaria no puede construirse sobre un sistema patriarcal. Sólo bajo un nuevo marco de relaciones de género podrá producirse un cambio social que devuelva a las mujeres sus derechos y oportunidades como persona, como campesina y como mujer. Fatima Amezkua, miembro de Mugarik Gabe Octubre de 2012

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